Los peligrosos sillones de la Corte Suprema

Esta vez la polémica que alcanzó a sacudir a la Corte había tenido su epicentro en la Cámara Nacional de Casación, el tribunal que le sigue en orden de jerarquía. Fue el presidente Néstor Kirchner quien encendió la polémica cuando, en Córdoba, durante el acto donde se recordó el 31° aniversario del golpe del 24 de marzo de 1976, cargó contra la Cámara de Casación acusándola de demorar los juicios a militares involucrados en violaciones a los derechos humanos.

Fue un obvio respaldo a los 62 querellantes que habían solicitado el juicio político a cuatro integrantes de esa Cámara. Estos eran los jueces Alfredo Bisordi. presidente del tribuna, Gustavo Hornos, Ana María Capolupo de Durañona y Vedia y Eduardo Riggi. Se los acusó de demorar los juicios, facilitar el arresto domiciliario a militares con prisión preventiva o favorecerlos con excarcelaciones.

A partir de allí se desataron los distintos tramos de la polémica. Bisordi respondió con dureza al presidente de la Nación y el ministro del Interior, Aníbal Fernández, formuló al juez una invitación para nada gentil: “Hágale un bien a la Patria. Renuncie. ¡Váyase!”. De esta manera, sin medias tintas, el ministro -uno de los principales intérpretes y ejecutores del pensamiento presidencial- expresó lo que al gobierno le gustaría que hiciera Bisordi. Terció entonces en la polémica la Corte Suprema con un pronunciamiento light que seguramente no satisfizo a ninguno de los contendientes: pidió “mesura y equilibrio a fin de respetar la honorabilidad y la independencia judicial” .

Al presidente no le gustó nada este pronunciamiento del alto tribunal integrado -sobre siete miembros- por cuatro que él mismo había nominado y otro que llegó de la mano de su predecesor, Eduardo Duhalde. La reacción de Kirchner confirmó que los sillones de la Corte Suprema siguen siendo tan peligrosos como siempre cuando dijo que “por ahí tenemos una nueva Corte”.

Pero, ¿qué había dicho Bisordi que puso de tan mal humor al ministro del Interior. Veamos: “El presidente ahora ordena por televisión a los jueces como deberían resolver las causas para que se consideren acreedores a continuar en el cargo. Por este camino vamos hacia la suma del poder público. Nunca he visto de un presidente una intromisión en la labor de los tribunales como esta” .

Bisordi no renunció pero, sólo cuatro días después de haber enfrentado a Kirchner dejó de ejercer -por lo menos transitoriamente- la presidencia de la Cámara de Casación pues pidió un mes de licencia invocando razones de salud. “No pienso renunciar. Pueden interpretarlo como quieran, pero yo no estoy bien de salud. Tampoco voy a morirme acá sentado”, dijo al explicar su determinación de tomarse un descanso. Le había subido la presión. También se sintió espiado. Según denunció en la comisaría 47ª, de Villa Pueyrredón, al salir de su casa vio a dos individuos que lo observaban desde un auto y mientras uno le tomaba fotos, el otro lo filmaba.

En medio de la tormenta, el día 10 de abril se produjo la primera baja en la Cámara de Casación, pero no fue ninguno de los cuatro integrantes con pedido de juicio político sino la jueza Amelia Lydia Berráz de Vidal, cuestionada también por aquellos 62 querellantes pero contra quien no formularon denuncia. Ocurrió que la jueza decidió jubilarse.
“Tenía ganas de irme. Estoy cansada. Quiero dedicarme a mi familia, viajar”, explicó. En realidad se merece la jubilación: tiene 78 años, comenzó a trabajar en los tribunales hace medio siglo e integra la Cámara de Casación desde 1993.

Así se produjo la primera vacante, que posiblemente no sea la última. De esta manera el gobierno podrá ir acomodando las piezas de una futura Cámara Nacional de Casación Penal.

Estos chisporroteos entre el poder político y la justicia tienen su historia. Llegar a ocupar un sillón en la Corte Suprema de Justicia es la máxima aspiración de todo magistrado. Pero no es fácil. Los sillones disponibles son sólo cinco y, para colmo, quienes llegan a ocuparlos tienen mandato de por vida o, por lo menos, hasta cumplir 75 años, que son muchos, edad tope para permanecer allí.

Pero el privilegio y el honor de integrar el mas alto tribunal tiene sus riesgos. No siempre la edad o la muerte son los únicos factores que extinguen el mandato. Existe el riesgo de ser incinerados por los vendavales políticos e institucionales que, cíclicamente, azotan al país cual tormenta tropical. Además, pende sobre las cabezas de los augustos ministros de la Corte los tan temidos juicios políticos, que han dejado el tendal de incinerados.

La división de poderes en la Argentina, mas que una garantía constitucional ha sido, a través de los años y de la historia, un semillero de presiones y entuertos. Tradicionalmente los gobiernos -digamos, el Poder Ejecutivo- han procurado un Poder Judicial adicto o, por lo menos, indulgente con sus funcionarios y amigos, además de severo con rivales y opositores.

La relación entre ambos poderes supo generar enfrentamientos cuando algunos magistrados no fueron permeables -por no decir obedientes- a las sugerencias del poder político. Otras veces fiscales, jueces, camaristas o ministros de la Corte prefirieron cobijarse al calor oficial y aceptaron dócilmente las imposiciones, sutiles o groseras, que les llegaban “desde arriba”.

Básicamente los gobiernos emplearon dos metodologías según fuere su origen: de facto, producto de golpes de Estado, o constitucional, elegidos por el voto popular. Los gobiernos golpistas no gastaban eufemismos: solían descabezar al Poder Judicial preexistente; declarar “en comisión” a los magistrados, antesala de los despidos y cubrir las eventuales vacantes con jueces caracterizados por su identificación con los usurpadores del poder.

Algunos de estos magistrados llegaron al colmo de cohonestar golpes como si los golpistas estuvieran ejerciendo un derecho y hasta aceptaron sin ruborizarse -como ocurrió durante la última dictadura- jurar por un “estatuto” que el gobierno de facto puso por encima de la Constitución.

Los gobiernos constitucionales, que debían por lo menos aparentar apego a la Constitución y acatamiento a sus normas, validos del poder que ejercían solían emplear presiones o, contando con mayoría parlamentaria, aplicar el mecanismo que la misma Constitución les brindaba: el juicio político.

Por supuesto que no todos los jueces sufrieron presiones de los gobiernos con la misma intensidad, sino aquellos magistrados en cuyas manos -por la competencia de sus juzgados- estaba resolver causas que podían comprometer al gobierno o a sus hombres, como las cuestiones políticas y electorales y los casos de corrupción. Así es como los fueros Federal y Penal Económico son los que con mayor frecuencia están en la cresta de la ola.

Y, desde luego, la Corte Suprema fue el mas preciado botín de los gobiernos. Es que, entre otras importantes cuestiones que pertenecen a su competencia originaria, corresponde al alto tribunal resolver litigios que tienen como parte al Estado nacional, revisar fallos de tribunales inferiores y -muy importante por cierto- declarar la inconstitucionalidad de las leyes.

Los gobiernos golpistas eliminaron de un plumazo a los integrantes preexistentes del alto tribunal y, con idéntico procedimiento, nominaron a ministros que respaldaban a las dictaduras. Así ocurrió en 1955 (con la llamada revolución libertadora que derrocó a Perón); en 1966 (con el golpe encabezado por el general Onganía que desalojó al presidente Arturo Illia) y en 1976 (con la dictadura que inició el general Videla luego de voltear a Isabel Perón).

Los gobiernos constitucionales, además de las presiones y el juicio político, emplearon otro mecanismo destinado a producir vacantes en el alto tribunal para cubrirlas con figuras que le fueran amigables: aumentar el número de sus miembros. Así ocurrió en 1958, durante la presidencia de Arturo Frondizi, cuando la ley 15.271 dispuso ampliar de 5 a 7 los miembros de la Corte. Frondizi confirmó a dos integrantes que venían actuando con la libertadora, Oscar Villegas Basavilbaso y el presidente del alto tribunal, Alfredo Orgaz, quien poco después renunciaría invocando un curioso motivo: “cansancio moral”. Fue reemplazado por Julio Oyhanarte, quien había tenido militancia política en la UCRI, la fracción del radicalismo liderada por Frondizi. Cuando este fue derrocado en 1962, Oyhanarte le tomó juramento a José María Guido y así asumió la presidencia provisional de la Nación, evitando que un militar se encaramara en el poder (ver capítulo Las fracturas en el radicalismo).

Desde su nacimiento, en 1860, el alto tribunal estuvo integrado por cinco miembros, hasta su ampliación en 1958 pero, 8 años después, tras el derrocamiento del presidente Illia, el gobierno militar surgido entonces redujo a cinco el número de sus ministros, retornándolo a su composición histórica.

Fue el presidente Carlos Menem quien, con el obvio propósito de contar con una Corte amigable, impulsó el aumento a nueve del número de miembros:

– La ley 23.774, de 1990, aumentó a 9 el número de miembros de la Corte y le permitió incorporar al alto tribunal ministros “amigos”, que compusieron la que se dio en llamar la “mayoría automática”, integrada por 5 miembros, pues se les atribuía pronunciarse automáticamente a favor del gobierno en sus fallos.
– Es así como las renuncias de los anteriores miembros Mariano Cavagna Martínez y Ricardo Levene, agregado al aumento del número de miembros de la Corte, despejaron el camino para incorporar a Guillermo López, Adolfo Vázquez, Julio Nazareno (riojano y socio de Menem, elegido presidente del alto tribunal), Eduardo Moliné O´Connor y Antonio Boggiano.
– El pacto de Olivos, celebrado por Menem y Alfonsín, abrió el camino para la reforma constitucional de 1994 (que posibilitó la reelección de Menem), accediendo entonces un radical a la Corte, Gustavo Bossert, en reemplazo del renunciante Rodolfo Barra.
– La nueva composición del alto tribunal con 9 miembros se completó con los tres sobrevivientes de la Corte anterior: Enrique Petracchi, Carlos Fayt y Augusto Belluscio.

Pero ocurrió que Menem terminó su mandato presidencial y sobrevino entonces la limpieza de sus amigos, que fueron sometidos a juicio político. Sin embargo, el primero en irse no fue alguno de ellos sino el radical Bossert, quien renunció el 21 de octubre de 2002, durante el gobierno de Duhalde. Este nombró en su reemplazo a Juan Carlos Maqueda, peronista, a quien, como presidente provisional del Senado le había correspondido presidir la Asamblea Legislativa que, el 1 de enero de 2002, eligió a Duhalde presidente de la Nación. 9 meses después Maqueda se incorporaba a la Corte Suprema.

El 25 de mayo de 2003 Néstor Kirchner asumió la presidencia de la Nación y, a partir de entonces, se aceleró el proceso de liquidación de la Corte “menemista” y la conformación de la nueva “Corte K”.

Los cinco integrantes de aquella “mayoría automática” fueron sometidos a juicio político por un Parlamento que contaba con número suficiente para liquidarlos. Dos de ellos afrontaron el juicio y fueron destituidos por el Senado, que actúa como Sala Juzgadora. Ellos fueron Eduardo Moliné O´Connor, el 4 de diciembre de 2003 y Antonio Boggiano, el 29 de setiembre de 2005. Los otros renunciaron antes que se produjeran los fallos, que seguramente iban a ser condenatorios: Julio Nazareno (junio 27 de 2003), Guillermo López (octubre 23 de 2003) y Adolfo Vázquez (setiembre 1 de 2004). Cabe señalar que las renuncias extinguen la tramitación del juicio político y evitan así el mal rato de la destitución.

También se registró otra renuncia, la de Augusto Belluscio, el 7 de junio de 2005, quien iba a cumplir 75 años, la edad tope para seguir integrando la Corte, si bien esta norma no siempre se ha cumplido.

Con las dos destituciones y las cuatro renuncias el presidente Kirchner contaba con vacantes suficientes para configurar la fisonomía de la nueva “Corte K”. Así fue como, a medida que se iban produciendo esas vacantes designó, con el correspondiente acuerdo del Senado, que le respondía mayoritariamente, a Raúl Zaffaroni (octubre de 2003), Elisa Highton (junio de 2004), Ricardo Lorenzetti (diciembre de 2004) y Carmen Argibay (febrero de 2005). Permanecieron de la Corte anterior Juan Carlos Maqueda, el ministro designado por Duhalde y los dos sobrevivientes que venían desde 1983, Carlos Fayt y Enrique Petracchi, quien desempeñaba la presidencia del alto tribunal.

Así estaba integrada la Corte cuando Kirchner decidió retornar a la composición tradicional de cinco miembros, pero en forma escalonada, aguardando que se produzcan dos alejamientos que permitirán llegar a ese número.

Para ello, por iniciativa del gobierno, el Parlamento sancionó, en noviembre de 2006, una ley que así lo dispuso, estableciendo a la vez que, durante el período de transición, mientras la Corte siga siendo de siete miembros, la mayoría se obtendrá con cuatro votos. Esto parecería una perogrullada, pero no lo es tanto pues, hasta ese momento, como el número oficial de integrantes era de nueve, para que un fallo fuera acordado por mayoría requería cinco votos.

Ahora bien, ¿como se logrará el alejamiento de dos ministros para llegar a la composición definitiva de cinco miembros?. No se trata de presionar a dos ministros para que se vayan, sino de esperar que alguna eventual renuncia voluntaria, la jubilación o… la muerte, se encarguen de ello. ¿Quiénes pueden ser los que abandonen el alto tribunal?. Seguramente no será ninguno de los cuatro designados por Kirchner, ni el que fuera designado por Duhalde.

Los candidatos son, entonces, los dos que vienen desde 1983, Carlos Fayt y Enrique Petracchi. El primero de ellos no tiene la menor intención irse. Incluso apeló a la ironía para afirmar su propósito de quedarse, cuando dio su apoyo a una Corte de cinco miembros, considerando correcto “reducir el tribunal a medida que se produzcan renuncias o circunstancias biológicas. Usan este eufemismo para referirse a mi -tiene 88 años de edad- pero yo seguiré en la Corte porque tengo mucho trabajo y vivo para la justicia”, rubricó Fayt.

En cuanto a Petracchi, si bien tampoco tiene ganas de irse, el hecho de tener una antigüedad de 23 años en el alto tribunal y haber sido su presidente, podría considerarse que su carrera profesional está sobradamente cumplida.
Petracchi fue presidente de la Corte hasta la nominación del nuevo titular, Ricardo Lorenzetti, elegido el 8 de noviembre de 2006, apenas dos años después de haber sido designado, contando con un “madrinazgo” gravitante, el de la senadora Cristina Fernández, esposa del presidente Kirchner.

Luego de tantos años de machismo ahora son dos las mujeres que integran el alto tribunal, Highton y Argibay. Pero no fueron las primeras. Este privilegio correspondió a Margarita Argúas, promovida durante el gobierno militar del general Lanusse. Highton cuenta con otro privilegio: ser la primera nominada por un gobierno constitucional.

Como hemos, visto la Corte Suprema de Justicia es un organismo jurídico-político. Sería ingenuo suponer que la labor de la Corte es estricta y exclusivamente jurídica. El alto tribunal recibe frecuentemente fuertes presiones políticas y, en muchos casos, actúa también políticamente. Este dualismo expresa una realidad, que no sería particularmente censurable a condición que el alto tribunal mantenga su imparcialidad y sea independiente de los otros dos Poderes del Estado.

Debe admitirse que esto último no será fácil, pues el nombramiento de los miembros de la Corte está en manos del jefe del Poder Ejecutivo y el Senado les debe dar su aval. Entre las facultades del presidente de la Nación, la Constitución Nacional -capítulo III, artículo 99 (4)- le asigna la siguiente: “Nombra los magistrados de la Corte Suprema con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros presentes, en sesión pública, convocada al efecto”.

Si realmente se pretende que el alto tribunal sea realmente independiente y que no esté atado a compromisos políticos, se impone una reforma que confiera al pueblo -y no al poder político- la facultad de elegir a sus miembros. Si el pueblo elige a los constituyentes, máxima expresión de la soberanía; a las cabezas del Poder Ejecutivo -presidente y vice- y a la totalidad del Poder Legislativo, además de los gobernadores, legisladores provinciales, intendentes y concejales, suena incongruente que le esté vedado elegir a la cabeza del tercer Poder, el Judicial, que es la Corte Suprema.

A la vez, los mandatos de los miembros de la Corte no deberían ser de por vida sino por períodos determinados, para que la ciudadanía tuviera la oportunidad de revocarlos -o reelegirlos- con su voto, sin aguardar un eventual juicio político, la jubilación o la muerte para poder reemplazarlos.

Para conocer si un gobierno está dispuesto a respetar la división de poderes y no pretende contar con una Corte Suprema a su medida, un indicio claro será que emprenda el camino de dejar la elección de sus miembros en manos del pueblo y que las urnas decidan. ¿Puede haber un mejor ejemplo de democracia?.

Antonio César Morere

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