Por la Lic. Alejandra Perinetti. Directora Nacional de Aldeas Infantiles SOS Argentina
Según la CONAETI (Comisión Nacional de Erradicación del Trabajo Infantil), se entiende por trabajo infantil a “toda actividad económica y/o estrategia de supervivencia, remunerada o no, realizada por niñas y niños, por debajo de la edad mínima de admisión al empleo o trabajo, o que no han finalizado la escolaridad obligatoria o que no han cumplido los 18 años si se trata de trabajo peligroso”.
En el 2015, la OIT (Organización Internacional del Trabajo) presentó el informe “Allanar el camino hacia el trabajo decente para los jóvenes”[1]. De este informe surge que hay más de 160 millones de niños y niñas que trabajan y que la gran mayoría de ellos tiene entre 5 y 14 años de edad, lo cual da cuenta de la magnitud del problema.
Según el mismo organismo el trabajo infantil, prohibido en el derecho internacional, contempla a niños y niñas que realizan actividades vinculadas a la esclavitud y al sometimiento o bien que se desempeñan en actividades que, sin llegar a ser las primeras, ponen en riesgo su bienestar físico y emocional, ya sea por las características del trabajo que realizan o por las condiciones en que lo desarrollan. Por último, contempla también al grupo de niños y niñas que realizan este tipo de actividades en una edad inferior a la establecida por los marcos legales de cada país.
Independientemente de esta categorización existen en lo cotidiano estrategias de supervivencia familiar y/o atravesamientos culturales que posibilitan la realización de actividades laborales por parte de niños y niñas. Desde Aldeas Infantiles SOSconsideramos que no hay argumento suficiente para justificar o naturalizar esta vulneración de derechos. Pero, entendemos también, que sólo un Estado fuerte que priorice la erradicación de esta problemática puede interferir en el círculo de reproducción de la pobreza que el trabajo infantil representa.
El trabajo infantil:
Vulnera el derecho a la salud: el envejecimiento prematuro, la desnutrición, la depresión son sólo algunas de sus manifestaciones dado que un niño/a no está preparado ni física ni emocionalmente para el desarrollo de una actividad laboral.
Vulnera el derecho a la educación ya que un niño/a que trabaja difícilmente estará en condiciones de sostener la escolaridad y en caso de poder hacerlo, su rendimiento académico no le permitirá alcanzar el máximo de sus posibilidades, exponiéndolo a una desigualdad de oportunidades a futuro.
Vulnera el derecho a la integridad psicofísica, ya que los niños/as que trabajan están más expuestos a diferentes manifestaciones de violencia física, mental y sexual.
Vulnera el derecho al juego, la recreación y el esparcimiento, ya que los niños y niñas que trabajan pierden esta posibilidad. Un niño que trabaja, está condenado a perder su condición de tal e ingresar por la peor de las puertas al mundo adulto.
Los efectos negativos del trabajo infantil son muchos. Lo más perjudicial es la invisibilidad y naturalización con que suele “mirarse” el trabajo desarrollado por niños y niñas. Esta “actividad” no es más que el reflejo de generaciones hipotecadas, de cientos de niños y niñas que, cuando adultos, según muestran las estadísticas, serán condenados a reinsertarse una y otra vez en la informalidad y precariedad laboral.
Es hora de humanizar los números y resignificar todo lo que ellos representan. El momento es hoy porque el tiempo de los niños y niñas pasa y no puede recuperarse. Como sociedad y Estado debemos ser capaces de sancionar severamente a quienes promueven el trabajo infantil y trabajar intencionadamente a partir de políticas públicas inclusivas para evitar que suceda.