Por Julián D’Angelo, escritor, Coordinador Ejecutivo del Centro de Responsabilidad Social Empresaria y Capital Social (UBA)
La pandemia Covid-19 avanza en el mundo y, a la par de que se continúa ensayando cual es la mejor manera de enfrentarla, la OMS ha adoptado el término de la “nueva normalidad” para referirse genéricamente al mundo post-pandemia.
Se piensa a esa nueva normalidad como una realidad “impuesta” por la pandemia, como si sólo hubiera un único desenlace lógico, posible e inevitable de una crisis sanitaria, que nos condena de manera inapelable a ese nuevo escenario. Como si un virus pudiera definir el rumbo de nuestras relaciones socioeconómicas.
Sin dudas, este 2020 es muy diferente al que imaginamos hace solo poco más de cuatro meses, pero esa “nueva normalidad” que nos espera, de ninguna manera es impuesta automáticamente por los condicionantes sanitarios y biológicos de un microorganismo; es un escenario en disputa y dependerá de nosotros si logramos llevar a este mundo a un futuro más sostenible para un mejor planeta habitable para todos.
En este nuevo escenario de pandemia, algunos celebran, ingenuamente, el hecho de que el “planeta descansa”, mientras los humanos reducen su consumo y la producción industrial, producto del padecimiento y las acciones necesarias en respuesta a la pandemia.
Es posible que las emisiones de CO2 caigan este año más de un 5% interanual, pero esta caída no solo que no será sostenible, sino que es el reflejo de un parate forzado, extraordinario y artificial, de los conglomerados industriales del mundo, que trajo como consecuencia una profundísima crisis económica.
Pero, además, históricamente las crisis económicas no han sido las mejores aliadas en materia de desarrollo humano y sostenible. Si vemos lo que ocurrió tras la última gran crisis económica mundial de 2008/09, las consecuencias fueron nefastas.
Solo tomando algunos indicadores, en materia de desigualdad social, inmediatamente después de la crisis, la población con hambre creció en cien millones de personas; en materia económica, se consolidó el proceso de concentración de la riqueza; respecto a la igualdad de género, el porcentaje de mujeres en puestos de alta dirección en el mundo, cayó del 24% en 2009 al 20% en 2011; y en el aspecto ambiental, esta crisis terminó por sepultar al Protocolo de Kyoto.
Comparativamente, el escenario actual tampoco es para nada optimista. La Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos, priorizando la economía, aprobó, de manera retroactiva al 13 de marzo, relajar las normas y controles a las industrias. Y un camino similar eligió también China hace algunas semanas, cuando resolvió que los controles ambientales “deben ser ajustados de acuerdo a necesidades prácticas y a la situación económica y social”
Así, la cuestión ambiental vuelve a ser tapada y relegada, cuando, al contrario, en realidad deberíamos ratificar lo prioritario de esta agenda, que incluso puede ayudarnos a superar la crisis actual desde una resignificación del concepto de sostenibilidad, ya que las nuevas problemáticas surgidas a partir de la pandemia, no reemplazan las anteriores, sino que se suman a las exigencias y compromisos previamente existentes.